Desconozco por completo
que el bien entrañe gradación; es decir, descenso o crecimiento de la carga
placentera porque “bien” posee en sí mismo la excelsitud en su propio género. Si
nos refiriéramos al mal, el escenario cambiaría de forma notable, profunda. Existe
un principio ético-filosófico que obliga a elegir un mal para evitar otro
mayor. Este preliminar exige que todo dilema acaezca únicamente entre dos males,
claramente diferenciados porque si fueran idénticos podrían ocurrir varias
paradojas: “del asno de Buridán”, “la tabla de Carneades” y “el dilema del
tranvía”. El primero consiste en poner comida y agua a la misma distancia propiciando
que el animal perezca por hambre y sed. Los siguientes son dilemas éticos. En
el primero muere un náufrago para salvar a otro y el segundo salva al mayor
número de viajeros, permitiendo morir a una minoría.
El “mal menor” ha traído
polémicas morales inacabables a lo largo de los siglos como las vinculadas con
la “injusticia”. Platón decía que era preferible sufrir una injusticia a
cometerla y Critón mantenía que no se debía perpetrar una injusticia ni
siquiera para evitar otra mayor. Sin embargo, Aristóteles ratificaba la virtud
como término medio entre dos vicios y aconsejaba caer en el menos erróneo si no
podía conseguirse aquella. Tomás de Kempis opinaba que, si debe elegir entre
dos males tome el menor. Desde un punto de vista electoral, cuando solo hay
bipartidismo y ningún candidato se considera óptimo, solía votarse al menos
malo aplicando el método denominado “voto útil”. Hoy, con varias siglas para
elegir, aquella dificultad ha amainado, en principio. La abstención se entiende
como rechazo general; por tanto, exige corrección ideológica y funcional.
Cuatro décadas de
gobiernos PSOE y PP —solos o en colaboración oportunista, usurera, revertida,
del nacionalismo catalán y vasco— han sido necesarios para que el español medio
conciba un mal pleno, superlativo (sin amparo sedante), porque cualquier situación
era remisa a suavizar el efecto perverso. Sánchez y su camarilla, tal vez
banda, aborda el triste reconocimiento de haber batido todo récord anterior.
Coaligado con Podemos, junto al apoyo tóxico de independentistas y Bildu, cabe
preguntarse qué proyecto de Estado le permite compañía tan infecta. Aquí, junto
a estos componentes desvencijados, extravagantes, iracundos, no existe mal
menor; todo él sugiere magnitudes monstruosas. Sumemos a esta coyuntura, un hecho
innegable: el césar tiene comportamientos que escapan a la lógica para caer en vacíos
de paranoia.
El próximo domingo habrá
elecciones en Andalucía cuyo resultado puede oscilar entre este principio del
“mal menor”, tan amplio y ambiguo que se muestre resbaladizo llevado a extremos
ilimitados. Otro término a considerar constituye la “teoría de la estupidez” donde
Carlo María Cipolla estima pragmáticamente que los estúpidos forman un grupo
poderosísimo. Orientada hacia un marco económico, disecciona la estupidez según
beneficios o perjuicios que el individuo causa a sí mismo y a los demás. De
acuerdo a estos apriorismos, Cipolla conforma cuatro grupos: Inteligentes
cuando se benefician a sí mismos y a los demás. Incautos si se perjudican
ellos y benefician a otros. Estúpidos cuando se perjudican ellos y los
demás. Malvados si se benefician ellos, pero perjudican al resto. Según
él, prefiere malvados antes que estúpidos por una cuestión utilitarista. Opina,
asimismo, que una persona estúpida es peligrosa en grado sumo.
Nadie negará la evidencia
de que el electorado, al menos en este país, es granero de estúpidos cualquiera
que sea la orientación ideológica exhibida. Este gobierno, cualquier gobierno,
se aprovecha de su candor olvidándose de ellos para beneficiar a quienes
sigilosos, arribistas, han aupado al poder a las élites. No obstante, son los
ciudadanos únicos artífices con sus votos. Solo ellos —incapaces de discriminar
entre político eficaz e impostor, “enganchados” al yerro— siguen apostando por quien
ofrece miseria. ¿Sería impropio advertir que son entusiastas, reverentes, estúpidos?
Prejuicios sembrados e inconsciencias o ligerezas determinantes, impulsan
gobiernos coautores de tibieza democrática para terminar eclipsándola. Aquí nos
encontramos gozando del mal menor, ese que simula su disfrute todavía cuando el
bienestar se nos escapa de las manos.
La “hegemonía” gramsciana
excede el ámbito cultural para configurar un fervor casi sagrado al amado líder
que lo convierte en “malvado” mientras los adláteres no superan la categoría de
“estúpidos” prestos a sufrir purgas, encarnizadas o no. Admitida tan afrentosa opción
en un PSOE (sanchismo) deshomologado de la socialdemocracia europea, salvo el periplo
de Felipe González, no se entiende que PP —cuando le toca gobernar— siga los
pasos marxistas de aquel. Moreno Bonilla no es Ayuso, ni mucho menos. Le falta temple
y convicción para parecerse algo a la dirigente que ha despertado admiración
dentro y fuera de nuestras fronteras. Es una rara avis política desde hace mucho
tiempo. El señor Bonilla será un gestor avezado, pero se doblega ante alusiones
o ideas que no concuerdan con las expectativas y anhelos de sus votantes.
Todas las encuestas pronostican
un desastre sin paliativos en los partidos de izquierda pese a su ánimo impulsado
de forma irreal, quimérica. Es muy buena noticia para Andalucía porque cualquier
individuo, con dos dedos de frente, conoce obras y milagros de quienes corrompieron
la Comunidad. Si el PP obtuviera una abstención estratégica del sanchismo —a
ello destina esfuerzos Feijóo— para que pudiera gobernar en solitario, sería un
mal dato según antecedentes mediatos e inmediatos. No obstante, si se ve
obligado a pactar con Vox (contra reticencias y malos augurios, de rivales
afines o remotos, incluso aunque se cumplieran) supondría un mal menor. Repetir
elecciones como amenazó con actitud infantil el candidato izado, constituye una
necia salida de tono que no se la cree nadie; él, menos. A son malos
consejeros.
Solamente Vox tiene
margen para aferrarse a un “mal menor” incluyendo “bien menos malo”; si me
apuran, a “bien litigioso”. Al resto ya lo conocemos o deberíamos. Sánchez se
ha quedado sin “estampitas” —circunstancia atisbada desde el escamoteo que
realizo al militante para relegarlo posteriormente— y, como consecuencia, no orquesta
ningún mal menor; simplemente echa culpas al lucero del alba. Utilizar con el
Covid un método medieval jamás significó improvisación, negligencia o ineptitud;
confinar a la población supuso necesidad perentoria ante una sociedad rebelde, indisciplinada,
terca. Sus Estados de Alarma, aparte opiniones jurídicas, entrañaron el éxito
de una gobernanza óptima. Subidas gravosas: carburantes, energía, IPC, así como
una economía en quiebra, son consecuencias de la guerra de Ucrania o del
anterior gobierno. Por si no se han dado cuenta, lo antedicho es pura ironía. Hasta
ahora, los ejecutivos de PSOE y PP eran un “mal menor”; este de Sánchez, sin
duda, es un “mal mayor”.
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