El español (cada vez menos ciudadano y
más contribuyente) sufre con estoicismo, casi connivencia suicida, la crudeza
de una crisis dura e interminable. Algunos casos se acercan a esa miseria que
hace años se instalaba sólo en el tercer mundo. Son ya muchedumbre quienes remueven
los contenedores buscando cómo mitigar un hambre física. La de justicia todavía
tiene mayor dificultad para encontrar resarcimiento. Sin embargo, le abate sobre
todo el grado de corrupción en que ha terminado nuestro sistema. Cada día un
nuevo caso se suma a los anteriores -ya excesivos- logrando al final cierto
efecto hipnótico. Pareciera que políticos y pueblo llano, ambos, quisieran
batir con urgencia un récord extraordinario. Unos de infame saqueo, otros de
rancio cretinismo.
Creo aventurado tropezar con alguien (se
me hace difícil fijarle un atributo preciso) capaz de poner en tela de juicio
la autenticidad del continuo asalto a que someten nuestros bolsillos acreditados
delincuentes. Dicho sujeto sería marciano, aparte otros epítetos menos tibios.
Gobernado y tiempo -este en mayor medida- se alternan para desenmascarar la
dependencia que gravita sobre los caprichos pueriles, arbitrarios, de una casta
en plena pugna por liderar el ranking del desafuero, latrocinio e impunidad.
Aunque etiquetas y acusaciones pretendan ensuciar exclusivamente un sector
ideológico (ubicado bien a la derecha, bien a la izquierda), todos acometen con
ahínco tan vil como rentable empresa. Se dice que no es justo generalizar
porque se perpetra un disparate contra el sentido común. Afirmo sin reservas lo
atinado del pronunciamiento cuando condicionamos protagonismos a un cierto
nivel de omnipotencia e incluimos acción o incuria.
Hasta ahora, era columna vertebral de la
corrupción una rapiña permanente, un acopio constante, en sus diferentes
maneras u oportunidades. Cualquier político que se precie, aunque sea
despreciado o no dada la desidia e inopia del común, consuma sus andanzas bien provisto.
¿Necesitan nombres? Elijan uno, al albur, de los que son y fueron. Mezclados,
se alternaban estos casos prosaicos con otros de presunta avenencia, asimismo
pleitesía, del poder judicial al ejecutivo. Carecemos de datos y, sobre todo,
pruebas para asegurar que algunas resoluciones judiciales exudan fundamentos
ayunos de refugio legal. Tenemos abundantes sospechas. También sobrados
indicios. Un pensamiento clarificador explica la deriva de España: “El silencio
es el mayor lacayo de la corrupción; quien lo oculta, al final de cuentas,
termina convirtiéndose en cómplice”.
Días atrás, una reseña pasó de
puntillas, cauta, por noticiarios, debates y tertulias. Apareció a la luz
pública con desgana, mostrándose dual, contradictoria. Quiso nacer a oscuras;
ocultando su faz monstruosa, indigna, deplorable. El gobierno cesaba la cúpula
de la Policía Judicial. Entre ella, los mandos de la UDEF (Unidad de Delitos
Monetarios y Financieros). Se dijo que el objetivo era iniciar un rediseño para
impulsar la actividad interna y reforzar la cooperación internacional. Quien más
quien menos, entrevió la sombra de Bárcenas o del Caso Gürtel cuya
investigación corresponde a este sector. Tan potencialmente falso puede
resultar el recelo a favor del enjuague como su contrario. Aquel exhibe un
cimiento labrado en la lógica empírica, base del criterio pragmático: “Piensa
mal y acertarás”. Este tiene un soporte menos consistente: fe, arriesgada tras
lo visto.
Los partidos políticos sin excepción
enfatizan que vivimos en democracia. Poco importa que quienes se autoproclaman
de izquierdas tilden al rival de fachas, fascistas, dictadores, deslegitimando
-al tiempo- el régimen cacareado. Quizás estimen que existe democracia
únicamente cuando gobiernan ellos, lo cual implica una dictadura de hecho. La
coherencia no es su fuerte. Ni coherencia ni humildad para reconocer que no
conforman el orbe social y político; que los demás no son escoria obstructiva
dispuesta a domeñar al individuo. Tal recurso constituye una corrupción
sibilina que quiere atenazar voluntades indigentes. Proyectan interrumpir la
alternancia, por tanto asfixiar el sistema de libertades. Ignoro si un toque de
aldaba sobra para convencer al personal.
Hechos y respuestas, bendita candidez, sugieren que sí.
Quienes -inmersos en un empleo donde domina
la corrupción económica, institucional o social- sacrifican a traición la
democracia, quieren ocultar su terrible crimen agitando brillantes lentejuelas,
abalorios doctrinales, para cegar la mente ciudadana. Persiguen hacerla incapaz
de discriminar lo real de lo aparente. Son manejos rentables porque atrapan a
una mayoría. Algunos somos refractarios a ese cínico quehacer. Abandonamos hace
tiempo toda atadura intelectual hacia ellos. Arrancamos ese sentimiento emotivo,
acrítico, que nos subyugaba a su antojo. Desterramos a poco el magnetismo del
que éramos prisioneros. Ahora clamamos identificándonos con la libertad:
“Encanta escuchar la mentira cuando sabemos toda la verdad”.
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