Llevamos
un lustro en que las buenas nuevas -salvando algunas deportivas, excelentes-
hay que rastrearlas empleando el mismo ahínco, no exento de desconfianza, con
que Diógenes buscaba exhausto al hombre honesto. Probablemente sea sólo una huella,
pero parecen el concierto, la connivencia, de todas las adversidades. Cuando
medios y tertulias ventilan informaciones remachadas, no se debe a la orfandad
de reseñas transgresoras o siniestras; se trata de acompasar la mente a
diversos estímulos y percepciones para evitar desengaños definitivos.
Agradezcamos de paso esa exquisita sensibilidad que adorna a nuestros
manipuladores. Así conjuran una especie de locura general que se viene oteando
en rumbos y maneras sociales. Como ocurriera al cínico griego, pasarnos la
existencia (que no vida) practicando eternas pesquisas termina por recrear una
razón débil y un espíritu indolente.
Alguien
dijo alguna vez -seguramente pensando en los políticos- “el hombre es el peor
enemigo del hombre”. El autor de la máxima, sin faltarle acierto, pecó de desenfreno
porque él es el único enemigo de los demás hombres, sobre todo de sí mismo. Si
acentuamos la típica paradoja que da vigor a nuestra imperfecta naturaleza,
somos capaces de sacrificar amistades para alimentar incógnitas. ¿Conocemos
algún episodio personal de mayor divorcio? ¿Por qué nos empeñamos siempre en mendigar
adversarios allende nuestro propio yo? ¿Será injusto fruto de la hipocresía?
Nos libra de grandes maldades el escenario humano con su acotación y menudencia.
Constituye la eterna querella entre lo terrenal y lo trascendente.
Manifestaba,
con ese realismo equidistante de ambos extremos emocionales, que llevábamos
tiempo sin escuchar una noticia alentadora. Los ámbitos económicos,
institucionales y sociales son proclives a la perturbación, cuando no al resentimiento.
No sé si es peor la encomienda inquietante o la “chorrada” impúdica. Yo prefiero
la verdad cruda aunque mortifique. El subterfugio cada vez tiene menos recorrido,
resta credibilidad y engendra repugnancia. Maridan empalago y abstención cuando
dibujan un escenario atiborrado. Recuerdo con horror aquella malhadada frase: “estamos
en la Champions League de las finanzas”, superada -casi- por “la economía
española va a dar una sorpresa positiva” del señor Montoro, siempre negativo. Ignoro
qué juzga don Cristóbal, por sorpresa. Atenúa la repercusión el hecho de no ser
presidente ni tener detrás un nutrido grupo de desternillantes comparsas.
Hoy,
de pronto, sin esperar, salta la sorpresa. Cautiva y suaviza ardores forjando un
clima emocional compensatorio. Abruma algo, pues se trata de una noticia a
largo plazo, más allá del uso comercial. Sin embargo, estamos tan huérfanos de datos
generosos (aunque se adscriban al futuro geofísico), que esta aparece como recompensa
a la nostalgia. Unos científicos ingleses han asegurado que las condiciones de
habitabilidad de La Tierra se mantendrán otros mil setecientos millones de
años. ¿Qué les parece? ¿Es alentadora o no? Reconforta pensar que, aprovechando
la coyuntura, España -sus gentes- puede tomarse tiempo para dejar atrás los
negros nubarrones que siempre fueron una constante en su devenir histórico. Alégrense
y piensen que no podemos pedir peras al olmo. En todo caso, les invito a mostrarse
menos mezquinos que los políticos. Den la bienvenida a semejante afirmación,
amplíen su sonrisa, y lo habrán conseguido.
Ustedes
y yo, presumo, teníamos la certeza de una desaparición anterior a la del
Planeta. Incluso sospechábamos la extinción de incontables generaciones antes
que el hábitat (más o menos limpio) sobrevenga inhabitable o desaparezca.
Ahora, la constatación de los científicos ingleses añade cierta dosis de confianza.
Gratifica que personas rigurosas confirmen un futuro cada vez menos cierto. De
momento, dado que resulta imposible refutar su hipótesis, la voy a dar por
buena a expensas de un escepticismo irredento. Desdeñé la Alianza de
Civilizaciones y el Cambio Climático. Tocados ambos por la misma irrefutable
hipótesis, el autor -debido a sus “méritos”- se encuentra a años luz de mi cobijo
intelectual.
Me
corroe, no obstante, una zozobra insondable. Es seguro que los sabios ingleses
desconocen la capacidad extrema de nuestros políticos. A lo sumo, tendrán
lejanas referencias tan nimias que no llegan a calibrar su verdadero poder
destructor. Tal marco me lleva al colofón de un pronóstico que desprecia sustanciales
variables humanas. Semejante olvido o repudio no invalida el alcance de la
noticia, pero origina una zozobra lógica: el temor que acosa al hombre por ver
acotada -en esencia- su expectativa vital.
El
político español (incompetente donde los haya) es iletrado, ladino, codicioso, manilargo,
o lo remeda; sin obviar ese don magnético de arrasar aquello que toca. Últimamente
se ha mutado en casta parásita, cuyo afán de pervivencia lo hace inmune a
cualquier reversión. El castigado contribuyente (y lo que le espera) se apresta
a una batalla con final incierto. Estos truhanes han logrado conducirnos al
abismo y están a punto de demoler España. Cobijan un impulso dañino. ¿Afectará
su actividad a acortar la vida de La Tierra? A tenor de lo visto, y aunque
parezca exagerado, me aventuraría por una respuesta afirmativa. Es la sombra
que procura el obstáculo opaco.
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